CONSIDERACIONES SOBRE LA EUTANASIA COMO DERECHO FUNDAMENTAL
Ascensión Cambrón
Introducción
Que la demanda de la eutanasia[1] sea reconocida como un «nuevo derecho fundamental» cuenta con los fundamentos necesarios y suficientes para su legalización, unos son de hecho y otros normativos: morales y jurídico-políticos. Entre los primeros cabe destacar la práctica generalizada de la «muerte medicalizada». Esto agrava el sufrimiento de muchas personas enfermas al final de sus vidas, cuando ejerciendo su libertad desean ayuda para morir, sin que por ello se sancione a la persona que les preste ayuda. La dimensión pre-política de la eutanasia está implícita en la voz de cualquier ser humano lúcido que sufre y solicita ayuda, sin necesidad de entrar a considerar el color de su voto. En las sociedades democráticas occidentales conviven personas y colectivos con opciones morales diferentes, en función de las cuales consideran que disponen de «libertad-autonomía» para decidir cómo y cuando morir si sus vidas se transforman en insoportables. Estas concepciones han de ser respetadas siempre que, de su ejercicio, no se deriven perjuicios para libertad de los demás. Por todo ello múltiples personas y grupos sociales, amparados en los valores y principios de la Constitución Española —en adelante CE—, reclaman a las autoridades públicas que regulen este nuevo derecho individual. Bien es cierto también que esta demanda no es unánime en nuestra sociedad pues hay quien sostiene que: el «derecho» a la vida es natural, indisponible e irrenunciable. Son estos argumentos de naturaleza teológica, aceptables en el marco de discursos religiosos pero, en base a los cuales, no se puede imponer a toda la ciudadanía esas concepciones deberes. Porque no es aceptable imponerlos en un «Estado social y democrático, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político» —art. 1.1 C.E.—. Esa pretensión es inadmisible porque niega la libertad individual de las personas enfermas que lo solicitan libre y conscientemente, también porque, a la vez, pretenden imponer límites al poder político democráticamente constituido. En esta reflexión realizaremos algunas precisiones conceptuales para deshacer prejuicios y malentendidos para, después, justificar la posibilidad de incorporar esta aspiración al campo político y jurídico como un nuevo derecho fundamental. Una exigencia metodológica necesaria a este tipo de análisis obliga a considerar el binomio «derecho-deber» como categoría central del discurso de los derechos, partiendo de que éste se inscribe en la institución material que organiza política y jurídicamente una sociedad democrática. Cerraremos nuestra reflexión enumerando algunos de los obstáculos que dificultarán la aplicación de la ley de eutanasia que reivindicamos para que, tras su aprobación, no tengamos que constatar que es un derecho legal pero «derecho vacío»[2].
Causas que justifican la demanda de este derecho
La demanda de eutanasia por personas sometidas contra su voluntad a seguir viviendo una vida vegetativa, sin autonomía, durante un tiempo prolongado e indefinido, ha estimulado y ampliado en la población la conciencia de los límites injustificados a la libertad individual, en el proceso de morir. Desde 1975, caso de Karen A. Quinlan, R. Sampedro (1998), hasta el caso de María José Carrasco (2019), la demanda de eutanasia y/o de suicido asistido se ha extendido en las sociedades occidentales. Sentimiento y aspiración crecientes apoyada por profesionales sanitarios, juristas, intelectuales, políticos, magistrados y asociaciones[3] que unen sus voces a favor del reconocimiento de este nuevo derecho.
A la configuración simbólica de esta aspiración ha contribuido también el reconocimiento del valor autonomía de la persona. Se sostiene unánimemente que en una sociedad democrática el respeto a la libertad y autonomía de la voluntad ha de ser respetado en la enfermedad y en el proceso de morir. Del reconocimiento legal del principio de autonomía individual se deriva la obligación jurídica impuesta al personal sanitario de recabar el «consentimiento informado». Por lo tanto esa atribución se extiende a la persona enferma el derecho a «rechazar los recursos terapéuticos extraordinarios» y a expresar por escrito su «testamento vital» —living will—. Recíprocamente la autoridad pública está obligada a poner los medios necesarios para ejercer ese derecho y de vigilar su correcto ejercicio.
El proceso histórico a favor del reconocimiento de autonomía a los pacientes se remonta a los juicios de Núremberg (1947), al que han seguido otros documentos internacionales, nacionales y autonómicos que refuerzan la protección de esta obligación[4]. Las normas de ámbito estatal explicitan también el deber de los facultativos: respetar dicha voluntad, atribuyendo a la autoridad el deber de poner los medios para que los pacientes puedan ejercer el derecho reconocido. En distintos países occidentales se ha reconocido el derecho a la eutanasia y al suicidio asistido, sin embargo no existe consenso internacional por lo que sigue vigente la prohibición de la eutanasia. Esta negativa se interpreta como si: «Le Conseil de l´Europe a, une fois de plus, démontré qu´il était manipulé par le Vatican»[5].
Justificaciones éticas de la eutanasia
La justificación de la eutanasia desde el punto de vista ético se apoya en distintos paradigmas morales, entre los que destacamos dos: uno, basado en los principios bioéticos de beneficencia y no-maleficencia. Justifica la eutanasia por el estado de sufrimiento y decadencia irreversible del paciente, pero considerando poco relevante el hecho de si el paciente ha pedido morir o no. Este modelo goza de amplia aceptación entre los profesionales sanitarios. El segundo, se fundamenta en el principio de autonomía. Su justificación se fundamenta en la autonomía moral del individuo, afirmando que éste constituye un principio fundamental indistintamente se atienda a la responsabilidad individual, o desde la perspectiva de derechos-deberes frente a cualquier poder externo a las personas. En esta segunda acepción el «principio de autonomía» es reconocido por la actual legislación española en el marco sanitario[6].
Desde la perspectiva ética la demanda de eutanasia está fundamentada, constituye una institución mental[7]; es decir, es un nuevo rasgo de moralidad positiva incorporado a la cultura occidental, pero necesitado de ser transformado en institución material. Para conseguirla este nuevo «derecho» —en sentido jurídico-normativo— han de darse otros componentes de naturaleza política y jurídica pero, también hace falta más trabajo social, o sea «voces», capaces de vencer las resistencias que se oponen a su reconocimiento.
El derecho español ante la vida y la muerte
¿Se puede fundamentar este nuevo derecho individual desde el ordenamiento jurídico español? La respuesta evidente es sí, como lo prueba el Anteproyecto de Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia —LORE—, presentado en el parlamento español en 2018[8]. Mas si atendemos a la doctrina expresada por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional la respuesta también puede ser no. Repasemos ambas posibilidades. En ausencia de normas específicas que regulen la eutanasia nos remitimos al texto constitucional, regulador de la convivencia social que: «garantiza la convivencia democrática y la dignidad de las personas» —art. 10.1 CE—. A ello se añaden otros principios y valores en los que apoyar esta reivindicación, los cuales permiten ahora a los pacientes rechazar un tratamiento médico, aunque de ello se siga el acortamiento de la vida. Interpretación plasmada en las «leyes de muerte digna». Éstas normas, no obstante, se ven limitadas por la vigencia de la sanción penal prevista en el artículo 143.4, Código Penal, a la colaboración al suicidio asistido. Evidente paradoja: puedes morir por inanición, por rechazar un tratamiento o por suicidio y sin embargo, este artículo castiga a quien, a petición libre del interesado, ayude a morir a otro[9].
Una lectura rigurosa de la CE permite afirmar que ella contiene principios y valores que permiten regular la eutanasia. Esto sí, entendiendo el derecho a la vida como también protegida «frente a los ataques de terceros»[10]; cabe interpretarla como ejercicio de la libertad-autonomía que cada persona administra[11]. También se puede apelar a otros derechos: la integridad física y moral, la prohibición de tratos inhumanos o degradantes —art. 15, CE—. También se pueden invocar los principios de dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad. —art. 10, CE art—, junto con el derecho a la libertad ideológica y religiosa del artículo 16. Estos son el conjunto de principios y valores constitucionales a tener en cuenta para justificar el reconocimiento del nuevo derecho. Pero la pregunta antes formulada puede ser respondida negativamente, como lo evidencian los criterios dotados de «autoridad» antes citados de las sentencias del Tribunal Constitucional.
En el supuesto que la LORE supere las dificultades en el trámite parlamentario, no se puede bajar la guardia porque persisten obstáculos metajurídicos que conviene enumerar. Si atendemos a la citada jurisprudencia del Alto Tribunal los contenidos de algunas sentencias son desalentadores, como la STC 53/1985, de 11 de abril, —sobre el recurso de inconstitucionalidad de la interrupción voluntaria del embarazo, que constituye el «caso de referencia» (leading case)— y otras posteriores como las SSTC 120/1990, de 27 de junio. En ellas se expresan conceptos como la «indisponibilidad de la vida» y «libertad», a partir de los cuales fundamentan sus razonamientos, para concluir que la vida «es objeto de protección aún sin la voluntad del sujeto». En síntesis, la doctrina expresada por el Alto Tribunal reitera que «el derecho a la vida no incluye la facultad de disponer de ella a su titular[12]. Consecuentemente, de esto se sigue que las personas tienen del deber de vivir. El alcance de esta conclusión, justificado formalmente para proteger el derecho a la vida, supera con mucho las atribuciones que al mismo le impone la propia Constitución y esto porque, en primer lugar a este órgano del Estado no le corresponde imponer deberes morales y jurídicos a los ciudadanos y, en segundo lugar, advierto, a tenor de su modo de interpretar el discurso de los derechos, sus miembros se parapetan tras concepciones ahistóricas de los derechos jurídico-normativos que les llevan a restringir las libertades constitucionales de las personas en relación a posibles elecciones individuales, limitando a la vez la cualidad de nuestra democracia. Y ello porque de su actuación se deduce un interés extrajurídico por limitar conquistas sociales a través de argumentos metajurídicos para proteger principios morales e intereses ideológicos. A mi juicio este proceder es incorrecto teoréticamente y representa un obstáculo considerable para la aplicación de un futuro derecho a la eutanasia ya constitucionalizado.
Si bien no cabe dudar de la legalidad de estas sentencias, nos permitimos cuestionar su legitimidad porque de sus conclusiones se derivan dos consecuencias lamentables: a nivel individual, quienes desean acabar con su vida por los sufrimientos que padecen se les obliga a ello contra su voluntad y, a nivel colectivo, esas decisiones jurisprudenciales anulan una medida adoptada por un órgano democrático del estado en el que reside la soberanía popular. Concluyendo, según la doctrina del Alto Tribunal, la eutanasia no tiene justificación legal posible, por lo tanto reitero, a la ciudadanía sana o enferma de una sociedad organizada como «Estado de social y democrático», se les impone, por vía no democrática, el deber de vivir contra su voluntad.
Acerca de la naturaleza de los derechos
El tema de la «naturaleza» de los derechos es una cuestión polémica, necesitada de precisión. Frente a quienes consideran que los derechos son «naturales» sostenemos que la naturaleza de los derechos es discursiva e histórica[13]. Esta concepción difiere de la mantenida por el pensamiento iusnaturalista tanto del que se integra en la tradición teológica medieval, como del iusracionalismo moderno —fundamentado en J. Locke y en Kant—. Estos dos autores elaboraron un discurso formalista sobre los derechos de cuyas premisas, por lo tanto, no se sigue ninguna conclusión material ni respecto a los individuos, ni para la organización política en que se integran.
Existen razones suficientes para descartar la impostura del discurso iusnaturalista no sólo por sus debilidades epistemológicas, sino también por los objetivos que sus partidarios persiguen tanto a nivel individual: constriñendo las conciencias individuales, como a nivel colectivo: cuando partiendo de creencias pretenden condicionar decisiones democráticas del poder legislativo. Esto es, con su discurso pretenden debilitar la débil democracia que nos gobierna. Situando los derechos en el espacio pre-político de una supuesta naturaleza humana universal, los transforman en un requiso estático de la democracia, antes de ser el hecho generador que la mantiene siempre en movimiento. Esta precisión nos permite justificar que la demanda de reconocer el derecho a la eutanasia, ya constituida como institución mental, necesita transformarse en institución material, o sea, precisa ser incorporada al campo político y al jurídico normativo. Es necesario constitucionalizar este derecho para lo cual es imprescindible precisar su contenido: a) los respectivos deberes de los demás ciudadanos pero, ante todo, b) los deberes que recaen en la autoridad misma: proveer los medios materiales y procedimentales necesarios para satisfacer la demanda de las personas que desean poner fin a sus sufrimientos y proporcionar seguridad jurídica a los profesionales que dan cumplimiento a esa demanda.
La autoridad, para materializar estos objetivo, necesita superar obstáculos poderosos de distinta naturaleza, como en el caso del aborto, del divorcio u otros supuestos. Éstos son de distinta naturaleza: económicos: incorporando esta prestación al sistema sanitario público y, ante todo, generalizando las unidades de Cuidados Paliativos, o completando la formación específica de los profesionales, también ha de precisar el sentido y los límites de la objeción de conciencia. A esto se añaden otros obstáculos de naturaleza ideológica que, como ya se ha citado, tratarán de dificultar el ejercicio del nuevo derecho reconocido. Con ser la regulación de la eutanasia una tarea compleja, confiamos que muy pronto su reconocimiento será una realidad, porque es exigencia justa y también porque amplios sectores sociales estamos comprometidos con su consecución. Aún sabiendo la fragilidad de los derechos seguiremos exigiendo la legalización de la eutanasia y llegado el caso estaremos atentas para impedir que lo vacíen de contenido con las armas discursivas y políticas que el modelo democrático proporciona.
La Asociación por una Muerte Digna (DMD) del Reino de España y su sección en Galicia (DMDG) a la que represento, suscribe esta concepción de la eutanasia y su justificación. Para conseguir la legalización de este nuevo derecho individual necesita también la colaboración de la parte de la ciudadanía para construir «voces» suficientes para reforzar los esfuerzos de nuestros representantes en el parlamento.
A Coruña, mayo de 2020.
[1]Definición de eutanasia: «el derecho a poder ser auxiliados para morir por personal especializado en la evitación del dolor, de acuerdo con una voluntad previamente expresada en forma y sostenida en el tiempo». CAPELLA, J. R.: «Miedo a morir. La muerte entre el miedo y el derecho», en Mientras tanto, Núm. 101, de abril, 1012, en: http://www.mientrastanto.org/print/1812
[2]Capella, J.R., «Derechos, deberes: la cuestión del método de análisis» en J.A. Estévez Araujo (ed.), El libro de los deberes, Trotta, Madrid, 2013, pp. 39-57.
[3]Como: Exit, Dignitas, la Federación Mundial de Sociedades Pro-Derecho a Morir, la Association pour le Droit à mourir dans la Dignité belga y la española Asociación por una Muerte Digna
[4]Entre otros: el Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina (Oviedo 4/04/1997) —, en vigor en España desde el 1/01/2000—, la Recomendación 1418 (25/06/1999) del Consejo de Europa, relativa a la protección de los derechos del hombre y de la dignidad de los enfermos terminales y moribundos, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (18/12/2000), la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente. Y las autonómicas regulando: «los derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte».
[5]Rodotà, S. Perché laico, Laterza, Roma-Bari, 2010, p. 75. Traducción: «El Consejo de Europa ha demostrado una vez más que está manipulado por el Vaticano».
[6]Así aparece en el artículo 10.6 de la Ley 14/1986, de 24 de abril, General de Sanidad y en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica reguladora de la autonomía del paciente; en la Recomendación 1418 aprobada por la Asamblea Parlamentaria Europea (25/06/1999) sobre Protección de los derechos del hombre y de la dignidad de los enfermos incurables y moribundos, que incorpora «la protección del derecho de los enfermos incurables y de los moribundos a la autodeterminación…».
[7]Capella, J.R., 2013, opus cit., pp. 46 y ss.
[8]Cfr. Cambrón, A. «¿Permitirá la LORE ser libres hasta el final?», 2019,
en http://www.mientras tanto.org/boletin-175/permitira-la-lore… Esta proposición de ley está a la espera de ser discutido en las Cortes y para mi, con la esperanza de que en el trámite parlamentario se superen algunas «debilidades» que podrían obstaculizar su aplicación.
[9]La penalista Carmen Juanatey sostiene que este artículo del C. Penal es inconstitucional.
[10]STC 120/1990, de 27 de junio, FJ séptimo.
[11]Esta posibilidad- facultad ya se ejerce y tolera con las personas que realizan deportes de alto riesgos.
[12]STC, 53/1985, de 11 de abril, FJ séptimo.
[13]Cfr. Cambrón, A. «La eutanasia: derecho y deberes», en J.A. Estévez Araujo (edt.), El libro de los deberes. Las debilidades e insuficiencia de la estrategia de los derechos, Trotta, Madrid, 2013, pp. 167-191.